viernes, 24 de febrero de 2012

Gnomos y duendes danzarines


Me he dejado condicionar por el dolor y esto me ha hecho perder fuerza en el ahora. Lo lanzo simbólicamente río abajo, confiando en que se disuelva y se transforme en algo bueno. Me entrego al sol de la mañana y mi mente se aquieta.

El sonido del agua del río disipa mi ruido interior y lo engulle hasta el fondo. Desde aquí la vida se percibe mansa y sin resistencia. Los pinos forman parte del silencio de este entorno natural y mágico, que aviva mis sentidos, mientras una agradable sensación me lleva a la quietud del ser.

La vida me mece entre el puente de los divino y lo terrenal y me integro en su equilibrio. La dualidad tiene el encanto de empujarnos a los extremos, a encontrar el punto medio o bien de experimentar cada matiz de la balanza. La alteración me ha enseñado a valorar la paz interior como el más preciado de los regalos. La prisa me ha impulsado a saber vivir la vida con pausa y equilibrio. La soledad del ser me ha mostrado lo mejor de mi. La naturaleza es esa maestra que nos anima a aquietarnos y a silenciar todo aquello que nos aparta de la verdad: aquella que hemos venido a descubrir. La vida se presenta como una aventura emocionante, cargada de incertidumbre, que nos hace más sabios, comprensivos y fuertes, aunque, a veces, su sabor sea el del sufrimiento. Una vez superado y perdonado, alcanzaremos un nivel mayor de evolución.

La tranquilidad con que fluyen las aguas del río me aporta serenidad y seguridad y me adentra más en mí misma. Todo discurre despacio y ello permite que nos empapemos de las lecciones de la vida y alcancemos nuestro particular grado de maestría.

El seno de la tierra nos ofrece todo aquello que precisamos para reencontrarnos con el ser y alcanzar un conocimiento supremo de nosotros que nos permitirá comprender mejor al mundo para dejar de enjuiciarlo.

Todo confabula a nuestro favor, si aceptamos escuchar y confiar en nuestra intuición. Siempre podemos equivocarnos pero cuando nos demos cuenta de un error, es porque ya hemos aprendido de él.

Los rayos del sol se entrelazan en el fondo del río y el movimiento los hace danzar en un juego de haces de luz que parece propio de los ángeles.

La soledad de este rincón paradisíaco me permite disfrutar de él con toda mi atención, abandonándome a la belleza que me enraiza en el ahora y soltando el control.

Este momento destila espiritualidad y me siento en libertad, libre de ser y de seguir allá donde el instante me lleve.

La luz incide sobre la superficie del río y pequeños diamantes corren sobre ella, como si fueran gnomos o duendes danzarines que juegan a ser felices. Y en esto precisamente consiste el juego de la vida: en empeñarnos en ser felices a pesar de todo.

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